miércoles, 24 de diciembre de 2008

Atadillo





Por la cabezotonería del azar ocurren a veces cosas explicables.
Maria Tesesa Rodrigues de Carvalho vivía sola desde que se le murió su marido Antonio Pinto. En Soajo, Portugal, una pequeña aldea fronteriza con España. Con ochenta y cuatro años aun se la podía ver con un atadillo de retamas secas encima de la cabeza para cocinar. Luto y lumbre era lo que lucía y en lo que se ocupaba para poder almorzar.
El año pasado, su nieta Fernanda Pinto, de trece años, le mandó una tarjeta navideña. No una cualquiera sino de esas que tienen un mecanismo sofisticado tal que al abrirlas suene una música donde los peces beben en el río, y que vuelvan a beber. Una música penetrante.
Depositada por el cartero en el pequeño buzón, la carta se activó generosamente. Ni no na ni no na ni no ni na no... Siguió. Alguna gente del pueblo se paraba frente al buzón. Efectivamente, salía de allí el sonido. Tras un día entero de sonar y siendo como son en los pueblos, María, vecina de Fernanda, decidió llamarla para que se ocupase de la carta. Tocó en la puerta. No contestó nadié. La llamó por su nombre. Nada. Allí tenía, junto a la entrada, el atillo del día anterior. No salía humo de la chimenea. ¡Fernanda!
La felicitación navideña dejó de sonar al tercer día.