domingo, 13 de septiembre de 2009

Tal cual




-¿Y era aquí donde dice que tanto tocó de joven Aurora?
-Sí. La casa se conserva tal cual, el sonido lo conservo tal cual. Aurora, la araña.

Acérquense. Era en la parte de arriba, encima del pórtico donde tenía su piano. Éramos pequeños. La casa estaba en las afueras. Su padre tenía un negocio de vinos y licores en el pueblo. Rara vez alguien le hacía mención a Aurelio sobre el pasatiempos de su hija. Él así lo consideraba.'Apenas sale de casa, se viste como para conciertos, de negro y alguna vez toca incluso con guantes, es su pasatiempos', dicen que decía. Y sí, Aurora tocaba sin fin. Me atrevo a decir que tejía sin fin sobre el piano. Conocí a Aurora desde la ventana. Lo recuerdo. Íbamos a jugar allí porque tocaba y creo que más tocaba para que jugásemos. Nos miraba, la veíamos alzar las manos enloquecidas y aquello sonaba juguetón, radiante. ¿Cómo no íbamos a jugar allí? Siempre.




La puerta siempre estaba entreabierta. Rodeábamos la casa y nos escondíamos debajo del porche, frente a esa puerta verde oscuro. Un marco de blanca pulcritud y ese verde que daba paso a un frescor de bodega. La música entonces callaba. Jugaba con nosotros. Entonces, para hacernos salir, desaceleraba sus manos y nos mecía. Lo que nos tocaba en esos momentos era una música de hilo fino. Como pequeños títeres salíamos de nuevo del porche para que ella nos viese. Nos sonreía, la sonreíamos, nos sacaba un brazo finamente enguantado para saludarnos, sin dejar de sonar la música, cosa que a nosotros nos parecía asombroso y de gran acrobacia.




Nos íbamos a casa tarareando con los pies la melodía nueva que nos imprimía. Pero allí teníamos el porche y esa puerta entreabierta cada vez más cerca. Rebeldes como éramos, seducidos como estábamos, sabíamos que acabaríamos encima del piano, rodeándola. Esa sonrisa era para tenerla de cerca. Contábamos lo sucedido en nuestras casas y nos decían a todos lo mismo, Aurora, la rara hija de don Aurelio, que como un muerto debía tener la cara, todo el día allí encerrada sobre el piano.




Volvíamos a escondidas. Es cuando la sentíamos más ensimismada sobre el piano. Colocábamos la oreja en la abertura de la puerta. Nosotros entonces no sabíamos lo que quería decir ensimismarse en una cosa. Pero entendíamos bien que debíamos estar callados mientras sonaba aquello. Sarabande, abría abanicos de notas a un aire fresco. Ella no sabía de nosotros en ese momento. Una vez, cuando terminó de tocar, uno de nosotros estornudó. Nos miramos como diciendo, nos ha descubierto. 'Subid', nos dijo. Nos quedamos tiesos. 'Subid', repitió. 'A danzar niños, subid.' Subimos como hipnotizados, pero entonces no creíamos en la hipnosis, nos sentíamos atrapados sin más. Allí estábamos los cinco chavales delante de ese brillo negro, delante de esas manos que subían y bajaban y a la vez nos retenían. La llegamos a poner de mote la araña. Pero ella nunca lo supo, o nadie se lo dijo. Tenía una forma de tocar alzando los codos que nos recordaba a esas arañas de patas finas y largas. Nadie decía ni mu. '¿Jugamos?', nos decía. Y era cuando en un arranque aventado bajábamos de nuevo a la calle.




La casa se conserva tal cual. Lo mismo que la música, que la conservo tal cual. Me imagino que alguno de ustedes habrá ido a los conciertos que ella dio y que tanta fama la asignaron. Aurora la araña. Ahora ya ven. Han pasado tantos años y todo tal cual, la puerta cerrada. Nadie quiere abrir la casa. Hay una leyenda que dice que si alguien intenta abrir la casa por esa cerradura llena de telas de araña dejará de sonar la música. Acérquense, peguen el oído a la puerta.