jueves, 8 de octubre de 2009

Carta a mi mismo desde el páramo



TÚRBASE EL POETA DE VERSE FAVORECIDO

Dormido Manzanares discurría
en blanda cama de menuda arena,
coronado de juncia y de verbena,
que entre las verdes alamedas cría;

cuando la bella pastorcilla mía,
tan sirena de Amor como serena,
sentada y sola en la ribera amena,
tanto cuanto lavaba nieve hacía.

Pedíle yo que el cuello me lavase,
y ella sacando el rostro del cabello,
me dijo que uno de otro me quitase;

pero turbado de su rostro bello,
al pedirme que el cuello le arrojase,
así del alma, por asir del cuello.

Lope de Vega, soneto 13, de 'Rimas Humanas y Divinas del Licenciado Tomé de Burguillos'.

Este es un soneto para puro deleite y para nada mi 'Carta' quiere raspar sobre su contenido*.



CARTA

En tierra espero no volver a verla.
Mi padre me aficionó al buceo desde bien pequeño. El pequeño pueblo costero de Rocasira y sus zonas acantiladas eran propicias para que quien no temiese al mar se diese un baño de certezas y peces por su interior. Siempre traía un enorme pescado mi padre. ¡Vaya pescado que traes!, le decían las señoras del pueblo a mi padre. Pescado, pescado, y con pescado se quedó como apodo. El mismo que yo heredé cuando el desapareció en el mar. Para entonces ya tenía veintiocho años yo. A mi padre le habían recomendado que espaciase las inmersiones. No hizo caso. Hubiera sido infeliz de no haberse mojado y de haber reservado el aire sólo para la tierra. Me enseñó la pesca y los entresijos de los paisajes del mar. Nunca quise, en cambio, pescar. Disparar no era lo mío, observar y disfrutar con mis ojos espeleológicos sí. Pasé a inventariar y a pintar todas las oquedades que había bajo los acantilados. Todos los brillos, todos los movimientos de peces y crustáceos. Sumergirme era como para otros andar. Casi nunca utilicé oxígeno. Llegué a aguantar hasta cinco minutos. Técnica y entrenamiento y sentirte pez, sobre todo éso. Mi padre en la infancia me hablo de una sirena que rondaba por allí y que seducía a los mejores nadadores. Me la describía al detalle, y al mismo me la imaginaba yo agazapada, fulminando con sus ojos y sus cabellos a quien entrase por sus dominios. No exageraré si digo que cierto día noté una succión entre una zona oscura de rocas. Había estado por allí muchas veces. No vi ningún rostro pero sí me vi enredado en lo que primero creí algas finísimas y que después consideré cabellos. No quise asociarlo con la historia de la sirena. Me parecía absurdo. Hoy no tanto. Desde aquella primera succión se fueron repitiendo conforme me sumergía a las zonas de mayor complicación. Un día sé que perdí el sentido. Y lo sé porque me desvanecí sin motivo alguno. Aparecí quinientos metros más allá de donde había iniciado, sobre la oquedad de unas rocas. Aparecí sano excepto por la parte de la inserción de una de las costillas. Me noté más la forma de una espina que de una costilla: alguien me había mordido y por el pequeño hueco salía un humor claro y no sangre. No le di importancia. O sí. Me hizo más reservado en las siguientes inmersiones. Hasta que en una de ellas dos bancos de peces me rodearon con una única finalidad: conducirme a unos interminables giros y a una terrible absorción de la que pude tantear una boca como una emulsión de pianos y unos brazos sinfónicos. ¿El canto de las sirenas? Atrapado, esquivando, memorizando cada detalle, vapuleado, herido más si cabe logre salir y tomar aire.
En tierra espero no volver a verla. Me mudé al campo rudo, al campo con mi mismo apodo y con mis branquias ya llenas de piedras, retamas y encinas. Sólo ando sin apenas consumir aire. Casi nadie me conoce. Mi nueva casa esta muy alejada de Rocasira. Recibo pocas visitas y escaso correo. Una carta, hace dos días, sin remite, es la que me ha vuelto inquieto. No había letras. Al comenzar a abrirla me vino un hilo de agua. Noté su sabor a sal. Puse celofán en el pequeño pinchazo del sobre. La guardé en una caja. Algunas veces aparece en el suelo.


*Tampoco rivalizar -la carta- con la escucha propuesta: