lunes, 12 de octubre de 2009

Raíz callada



Cuando florecen las encinas

Cuando florecen las encinas, decía, hay que temblar. Se anuda la delicia en la garganta. Pasa como cuando llora un hombre fuerte y maduro, cuando viene un estremecimiento a colmar una plenitud. Hay en ello algo humano, "sazón de todo". Igual con las encinas. Con las jóvenes y las viejas, que todas florecen. La hoja del chaparro es áspera, crujiente, graciosamente rizada en el contorno, verde el oscuro haz y gris el envés. El tronco áspero y duro se diría insensible. Se diría insensible el árbol entero, apenas conmovido por lluvia o viento, sol o hielo, un contemplativo, con mucho cilicio y poco halago. Y de pronto hay un estremecimiento y el árbol comienza a vestirse, y toda aquella dureza, aquella ascesis, se expresa en purísimo temblor, en goterones de ternura que la llenan toda, que la ponen como llovida de belleza, enmelada, soñadora, sauce sin río en el monte, con toda la fuerza de la encina y toda la melancolía del sauce.
Las encinas no se conocen a sí mismas cuando llega el florecimiento. Están tan enamoradas que casi componen una figura patética en el paisaje, y teme uno que ni los pájaros ni los viandantes las tomen en serio y les suceda como a los gigantes que pierden el tino y el peso.
Luego, quisiera uno guardar el momento, conservar el temblor, detener el fruto y quedarse para siempre bajo tanta gracia y brío. Pero las noches de primavera suelen destemplarse y no se suele prolongar el crepúsculo bajo una encina florecida. Vendrá el relente y nos herirá la espalda y habremos de abandonar tanta hermosura a la noche.

José Antonio Muñoz Rojas, 'Las cosas del campo'




¿Qué puedo decir yo de la encina? Esta encina que presento abajo como última foto está en el término de Hornachuelos, junto a la pedanía de San Calixto. Se la reconoce desde las vistas aéreas de los programas dedicados ello (Google earth, Visor SigPac). La razón no es otra que sus dimensiones y que ocupa ella sola una finca de pastos. La vi en su día y quedé señalado. ¡Cómo no iba a quedarme a sí con sus casi cuarenta metros de diámetro de copa! ¡Qué invitación a sombra! Recuerdo lo que nos dijo un hombre que tenía una casa en esa pedanía. "¿Y por qué vienen ustedes por aquí si no hay nada que ver?"

Hoy sé que con la madera de encina abro una puerta.
Abro parte de mucho de lo que fui.
La poda de las encinas, sus nidos, su copa imperial.
Los grajos como sus habitantes de luz.
El cereal como ropaje.
El frío como silencio.
Abro una puerta en invierno y arde el hogar.
El sentido de la leña, la raíz callada.



Vaya esta entrada como claro homenaje a un poeta grande:

Jose Antonio Muñoz Rojas.