lunes, 3 de mayo de 2010

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Antonino Llorente, el feo, fue una persona muy querida en mi pueblo. Fue. Fumador, bebedor y observador. Hacía últimamente llaveros con forma de bellota como modo de entretenimiento. También le dío por cultivar un pequeño trozo de huerta. Sesenta y ocho años. Al año que viene te cuido los tomates en tu tierra, me dijo. Le asombró que sembrase tomates en una tierra muy fresca y a secano y que se dieran de maravilla. Él los sembraba en un pequeño corralillo y estaba todos los días encima de ellos. Vale, Antonino, le dije, con que me los eches un vistazo y quites alguna hierba... Cayó enfermo y murió hace cuatro días. No quiso ingresar y murió, como allí se suele decir, como una pavesa. Vivía en esa pequeña casita sólo. Soltero y aficionado a las putas vivió sin complejos y feliz.

Me acerqué ayer hasta su puerta. Te paras y por un instante breve parece que todo reverbera: conversaciones y encuentros. Miré a ese contador que con toda seguridad tardará en avanzar si es que no se estanca en ese número. La doble lectura de un contador: la oficial, la de la cartilla de ahorros y la personal, la de un número al que llegó calentándose, escuchando la tele, cocinando. Los hogares se difuminan.